Y luego, luego se pasan como dos horas hablando de fútbol, de los fichajes, de los entrenadores, de los que vienen, de los que van. Me recuerda a un mercadillo, con rebajas incluidas.
En este punto, mi paciencia ya se había agotado y me fuí a lavar los platos. Es una tarea que siempre hace mi contrario, pero no podía soportar más la tortura de la caja tonta.
Ahora estoy pensando si el sinvergüenza no lo haría a propósito para escaquearse.
En fin, que voy a deleitarme con el cuerpo escultural del de aqui arriba que es todo un regalo para los ojos.
El estampido del trueno rompió el silencio de la noche. Desperté sobresaltada y bajé, de un salto, de la cama, para asomarme a la ventana. No, no llovía y no había ni rastro de tormenta. Agucé el oído y llegó hasta mí un gemido suave, casi imperceptible, como de un gatito perdido.
¡María! - me gritó algo en mi adormilado cerebro. Abrí la puerta de su habitación y la escena me golpeó las pupilas. Papá, arrodillado junto a la cama, con la cabeza apoyada en ella, como si se hubiese quedado dormido. Podría haber estado rezando, si no fuera por sus pantalones bajados hasta las rodillas y las gotas de sangre que caían de su pecho, formando un gran charco en el suelo. María, sentada en la cama, desnuda y acurrucada, se balanceaba adelante y atrás, mientras en su mano derecha, sostenía la pistola reglamentaría de papá. Me miró, y en sus ojos, interrogantes, vi el leer mas.
¿Por qué? ¿Por qué no le hablé de lo que podía ocurrir? ¿Por qué no le dije que ella no era culpable? ¿Por qué no le supliqué que si algo pasaba confiase en mí? ¿Por qué no le conté lo que sucedía por las noches desde que murió mamá? ¿Por qué? Lo supe, lo supe, desde el momento en que vi como la miraba papá, igual que me había mirado a mí muchos años atrás. Y me engañé, tranquilicé mi conciencia: diciéndome que no podía pasar, que él nunca le haría algo así a su niñita.
En este punto, mi paciencia ya se había agotado y me fuí a lavar los platos. Es una tarea que siempre hace mi contrario, pero no podía soportar más la tortura de la caja tonta.
Ahora estoy pensando si el sinvergüenza no lo haría a propósito para escaquearse.
En fin, que voy a deleitarme con el cuerpo escultural del de aqui arriba que es todo un regalo para los ojos.
El estampido del trueno rompió el silencio de la noche. Desperté sobresaltada y bajé, de un salto, de la cama, para asomarme a la ventana. No, no llovía y no había ni rastro de tormenta. Agucé el oído y llegó hasta mí un gemido suave, casi imperceptible, como de un gatito perdido.
¡María! - me gritó algo en mi adormilado cerebro. Abrí la puerta de su habitación y la escena me golpeó las pupilas. Papá, arrodillado junto a la cama, con la cabeza apoyada en ella, como si se hubiese quedado dormido. Podría haber estado rezando, si no fuera por sus pantalones bajados hasta las rodillas y las gotas de sangre que caían de su pecho, formando un gran charco en el suelo. María, sentada en la cama, desnuda y acurrucada, se balanceaba adelante y atrás, mientras en su mano derecha, sostenía la pistola reglamentaría de papá. Me miró, y en sus ojos, interrogantes, vi el leer mas.
¿Por qué? ¿Por qué no le hablé de lo que podía ocurrir? ¿Por qué no le dije que ella no era culpable? ¿Por qué no le supliqué que si algo pasaba confiase en mí? ¿Por qué no le conté lo que sucedía por las noches desde que murió mamá? ¿Por qué? Lo supe, lo supe, desde el momento en que vi como la miraba papá, igual que me había mirado a mí muchos años atrás. Y me engañé, tranquilicé mi conciencia: diciéndome que no podía pasar, que él nunca le haría algo así a su niñita.